El llamado rito mozárabe, hispánico, gótico, toledano o isidoriano, que por todos estos nombres se le conoce, es el más antiguo de los practicados en la península, siendo considerado una variante más dentro de las diversas europeas que enriquecen el tronco común de la liturgia cristiana. La denominación de mozárabe para esta liturgia no es, ciertamente, la más correcta si consideramos que sus orígenes se remontan a una época muy anterior a la aparición de esta minoría. Pero, aun reconociendo que sería más rigurosa su designación como Liturgia Hispana, no debiera de producir ningún rechazo llamarla mozárabe, si tenemos en cuenta que fueron, en particular, los mozárabes toledanos los que la practicaron, salvando celosamente sus códices y haciendo posible su posterior recuperación y traducción. Sin su aportación probablemente no hubiera llegado a nuestros días.
En cuanto a los orígenes de esta liturgia, los expertos creen ver en ella ciertos rasgos africanos o alejandrinos, indicadores de cuál fue el itinerario recorrido desde los Santos Lugares hasta llegar a la misma península ibérica. En un largo viaje por el mundo paleocristiano, los muy arcaicos Oficios Divinos que datan del tiempo de la muerte de los apóstoles, llegaron hasta San Isidoro y San Leandro, obispos de Sevilla, quienes propiciaron su actualización y mejora, labor ésta que se prolongó durante toda la etapa cristianovisigoda y a la que también contribuyeron los prelados sucesores, San Eugenio, San Ildefonso y San Julián.
La denominación de toledano tiene su origen en el ya mencionado Concilio IV que tuvo lugar en esta ciudad, en el que se decidió la instauración oficial de esta liturgia en todas las diócesis de España. Pero, atendiendo a que las fuentes de esta liturgia son anteriores a la etapa toledana, hay quien prefiere llamarla hispánica como denominador común que abarca todas las sucesivas épocas en las que este culto estuvo vigente. Finalmente desapareció oficialmente ante la presión uniformadora y homogeneizante de la jerarquía eclesiástica romana, bajo la justificación de establecer una única forma de culto cristiano frente a la proliferación de tantas desviaciones heréticas existentes en el mundo altomedieval ibérico, evitando la confusión ante los ojos de los fieles cristianos.
Tras la llegada de los islámicos a la península, la población mozárabe recogió el testigo erigiéndose en portadora de la anterior cultura y liturgia isidoriana. Pero por aquel tiempo, el occidente europeo se veía invadido por múltiples herejías que comenzaban a inundar el mundo religioso medieval. La simbología de un Jesucristo benévolo y salvador que había presidido el culto cristiano romano de los primeros siglos, será desplazada paulatinamente por la imagen de un Jesucristo más severo, que premia y castiga ante la incontenible expansión de las fuerzas del mal. Y éste será también el Cristo eje central de la liturgia hispánica, el que heredan nuestros mozárabes en el siglo VIII y siguientes y que va a cristalizar en unas formas de culto más individualistas, donde el pueblo reza más distanciado del clero y del mismo ofertante de la misa, quien se encargará de ocultar el altar y silenciar el canon de la misma. Los fieles ya no ven directamente a Dios, sino que lo intuyen como algo mágico y misterioso que emana desde el oscuro ábside, tras el iconostasio. Es un culto intimista dirigido a una divinidad lejana pero imprescindible para sobrevivir ante tanto caos y turbación.
Dentro de un entorno de persecución y dificultades, los mozárabes siguen esta liturgia, reuniéndose en los pequeños templos que ellos habían construido cristianizando las formas islámicas aprendidas. Sienten a Dios tras los velos misteriosos de las alhagaras, respirando el aroma del mirto que emana de la cámara absidal.
En la celebración eucarística mozárabe participaban muy marcadamente tres elementos diferentes: el celebrante, el lector y el pueblo. El celebrante disponía de un "manual" que contenía las oraciones propias de la Misa, en su mayoría escritas por San Isidoro. Todos estos libros estaban escritos con la letra visigótica minúscula, de muy difícil interpretación, y ya veremos qué consecuencias tuvo esta circunstancia en la desaparición de la mayor parte de la base documental de esta liturgia.
Ermita de Hermedes de Cerrato, Palencia
Uno de los pretextos aducidos para la eliminación de la liturgia hispana, era el de su presunta contaminación de contenidos heréticos distantes de la ortodoxia romana. Estas desviaciones tenían sus orígenes en simonías y supersticiones, en el recuerdo del priscilianismo y del adopcionismo y en el posible contagio del arrianismo, tanto como en el supuesto influjo ejercido por el mismo Islam, tras tantos años de proximidad y de capitulaciones. A los ojos de Roma, era incontestable que la liturgia hispánica y, por ende, el mozarabismo, simbolizaban heterodoxia y contemporización, cualidades éstas no precisamente las más idóneas para la sustentación de una Hispania plenamente occidental y cristiana.
Con la abolición del ritual mozárabe se perdió la oportunidad para que el pueblo continuara con el mismo culto enraizado en sus antepasados y defendido con ardor frente al Islam. A cambio, la Iglesia Católica prefirió lo universal en detrimento de lo local, optando por una trama de poder temporal sujeta a los designios políticos de Roma. Este proceso de abandono de lo autóctono, arraigado en las entrañas de las gentes durante generaciones, a favor de lo universal y culturalmente conveniente, ha sido y es una constante en la historia de los pueblos. Lo que realmente se pierde o se gana en cada una de estas transiciones es siempre asunto de reflexión y de profundo análisis. Pero la suerte estaba echada, y aunque años antes el Papa Juan X había investigado y aprobado los contenidos y formas de la liturgia hispana, Alejandro II decidió la instauración oficial del rito romano, que hizo su entrada en España por San Juan de la Peña en el año 1071.
Resuelto a imponer en sus estados la voluntad del Papa, el rey decretó la oficialidad del rito romano, y de aquí, según cita Simonet, nace el proverbio castellano "Allá van leyes do quieren reyes". Ciertamente que estos relatos se hallan en la frontera siempre difusa entre la autenticidad y la ficción. De lo que no parece quedar duda es que reflejan fielmente por un lado la voluntad popular de mantenimiento de la liturgia y por otro el dilema de Alfonso VI entre la exigencia papal y el deseo de sus gentes toledanas.
De forma inapelable, en el año de 1080, el concilio de Burgos proclamaba oficialmente la extinción del ritual mozárabe, pero dejaba en el aire concretar si esta extinción era solo dentro de los límites de los territorios cristianos de ese momento, circunstancia esta a tener en cuenta si pensamos que Toledo no habia sido recuperado todavía.
Pero pasados nada menos que casi cinco siglos, un personaje insigne dio un nuevo respiro a la liturgia mozárabe: el cardenal Cisneros. Amante de las tradiciones netamente españolas, entendió que el ritual isidoriano no podía desaparecer en la noche de los tiempos, de manera que mandó construir una capilla dentro de la Catedral toledana en la que se oficiaría exclusivamente esta liturgia, dotándola de los medios necesarios para su normal desenvolvimiento y adscribiendo a ella trece capellanes cuya misión sería la celebración diaria del culto mozárabe. La capilla recibió el nombre de Corpus Christi o Mozárabe y, aun en nuestros días, se oficia en ella una misa diaria en este ritual.
Todo lo que nos queda en forma escrita de la liturgia mozárabe está recogido en unos veinte códices que se conservan en el monasterio de Silos, en la Biblioteca Nacional de Madrid, en León y en la Biblioteca Arzobispal toledana. Estos códices toledanos son anteriores a la entrada de Alfonso VI y en el siglo XVI se hallaban completamente perdidos, teniendo que agradecer su rescate al cardenal Cisneros, de la forma que ya hemos referido.
ENLACE DE INTERÉS:
http://www.architoledo.org/Liturgia/mozarabe.htm
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